Rozar significa tener una cosa un ligero contacto con otra, o asemejarse o tener cercanía una cosa con otra, o producir algo una marca o señal producto del roce. Rosar, en cambio, significa caer el rocío, pero es apenas un uso regional.
Rozar y rosar son palabras homófonas en la mayor parte del mundo hispanohablante, donde no existe diferencia entre la pronunciación de la z y la s. En España, donde sí se oponen, son consideradas palabras parónimas.
Cuándo usar rozar
Rozar es un verbo; significa tener una cosa un ligero contacto con otra al moverse, tener una cosa semejanza o cercanía con otra, producir algo una raspadura o roce en una superficie, limpiar de matas y hierbas un terreno antes de ser labrado, o cortar un animal con sus dientes la hierba para comerla, entre otras cosas. La palabra, como tal, proviene del latín vulgar ruptiāre.
Por ejemplo:
- La pelota me rozó la cara al pasar.
- Escribió una monografía que roza la excelencia.
- Rozar la entrepierna desgasta los pantalones.
- El labrador rozaba la tierra para plantar en ella.
- El ganado rozaba el pasto durante todo el día.
Cuándo usar rosar
Rosar es una variante regional del verbo rociar; se refiere al fenómeno de caer gotas de rocío. Es usada, apenas, en el habla rural de Asturias, en España. Proviene del latín vulgar rosāre, derivado del latín ros, roris, que significa ‘rocío’. Por ejemplo: “Durante la madrugada empieza a rosar”.

Soy catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada, ciudad en la que nací en 1968.
Hice el bachillerato de Ciencias; a los catorce años es difícil tener una orientación definida. En Preu me pregunté: “¿qué hago yo aquí, si a mí lo que me gusta es la literatura?”, y me pasé a Letras. En segundo de carrera la vocación se afirmó con la conciencia clara de que solo podía dedicarme a la investigación y a la docencia en Literatura. Pero mi preferencia estaba, no por la Contemporánea, sino por la literatura de los Siglos de Oro. Ya estaba iniciando la tesina sobre los cancioneros de Amberes de Jorge de Montemayor, cuando asistí al curso de José-Carlos Mainer sobre la “Edad de Plata”. Aquello removió mi fondo de lecturas juveniles, y pude verlas a una nueva luz. Cambié a Montemayor por Pérez de Ayala, y fui adentrándome en esa época fascinante: el “fin de siglo” y los treinta primeros años del XX.
No abandoné la literatura de los Siglos de Oro; en la docencia siempre me he dedicado a esta época con verdadera pasión. En los más de cuarenta años que llevo en las aulas, siempre he asumido la docencia de los siglos XVI y XVII, con preferencia, este último. No hay nada, en mi profesión, comparable a tratar con detenimiento sobre el Quijote. Para mis colegas soy un investigador en Contemporánea; para mis alumnos, un profesor de Renacimiento y, sobre todo, de Barroco.
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