La forma recomendada es México. Por su parte, Méjico fue la manera usual de escribir el nombre del país norteamericano hasta hace poco en España.
México, como tal, es un topónimo que identifica al país situado más al sur de América del Norte. Se encuentra escrito con “x” en lugar de “j” debido a que, en español antiguo, la “x” también representaba el sonido que actualmente corresponde a la letra “j”. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con otros topónimos, como Texas u Oaxaca.
Este arcaísmo ortográfico se conservó en México y es el usado oficialmente en el país. Además, es el más empleado en todo el ámbito de la lengua española, lo mismo que palabras derivadas, como mexicano y mexicanismo.
De allí que, aunque escribir Méjico no constituya un error en sí, lo recomendable es escribir México, pues es la forma usada en el propio país.
Así, lo aconsejable será escribir:
- El presidente de México hizo declaraciones condenando el atentado.
- El pueblo mexicano es muy cálido con el turista.
En cambio, no sería recomendable escribir:
- El presidente de Méjico hizo declaraciones condenando el atentado.
- El pueblo mejicano es muy cálido con el turista.
La pronunciación, por otra parte, debe mantener la correspondencia de la “x” con la “j”, de modo que nunca deberemos pronunciar “Méksico” o “méksicano”.
Soy catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada, ciudad en la que nací en 1968.
Hice el bachillerato de Ciencias; a los catorce años es difícil tener una orientación definida. En Preu me pregunté: “¿qué hago yo aquí, si a mí lo que me gusta es la literatura?”, y me pasé a Letras. En segundo de carrera la vocación se afirmó con la conciencia clara de que solo podía dedicarme a la investigación y a la docencia en Literatura. Pero mi preferencia estaba, no por la Contemporánea, sino por la literatura de los Siglos de Oro. Ya estaba iniciando la tesina sobre los cancioneros de Amberes de Jorge de Montemayor, cuando asistí al curso de José-Carlos Mainer sobre la “Edad de Plata”. Aquello removió mi fondo de lecturas juveniles, y pude verlas a una nueva luz. Cambié a Montemayor por Pérez de Ayala, y fui adentrándome en esa época fascinante: el “fin de siglo” y los treinta primeros años del XX.
No abandoné la literatura de los Siglos de Oro; en la docencia siempre me he dedicado a esta época con verdadera pasión. En los más de cuarenta años que llevo en las aulas, siempre he asumido la docencia de los siglos XVI y XVII, con preferencia, este último. No hay nada, en mi profesión, comparable a tratar con detenimiento sobre el Quijote. Para mis colegas soy un investigador en Contemporánea; para mis alumnos, un profesor de Renacimiento y, sobre todo, de Barroco.