Basto puede designar a algo o alguien que es tosco o grosero, a cierta albarda para montar animales de carga, o a una de las series en que se divide la baraja española. Vasto, en cambio, es algo dilatado, extenso, amplio.
Basto y vasto son palabras homófonas, pues en español no existe diferencia fonética alguna entre la pronunciación de b y v. No obstante, confundirlas al escribir constituye una incorrección ortográfica que es aconsejable evitar.
Cuándo usar basto
Basto es un vocablo que puede tener varios significados. Como adjetivo, basto puede utilizarse en el sentido de grosero, tosco o rústico. Asimismo, puede usarse para designar a una persona que es tosca o ruda.
Por ejemplo:
- Me gustan los muebles de estilo basto.
- Pedro es muy basto, es como si no tuviera modales.
Como sustantivo, puede referirse a cierto tipo de albarda que usan las caballerías de carga, o a uno de los palos de la baraja española representado por una figura de leños.
Por ejemplo:
- Me ha salido otro dos de bastos.
- He comprado unos bastos rellenos de lana para montar.
Cuándo usar vasto
Vasto es un adjetivo que se utiliza para designar algo que es muy grande, dilatado, extenso o amplio.
Por ejemplo:
- Joaquín tiene vasta experiencia en relaciones públicas.
- Era dueño de una vasta extensión de tierras.
- Escribió un vasto tratado sobre las pasiones del alma.

Soy catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada, ciudad en la que nací en 1968.
Hice el bachillerato de Ciencias; a los catorce años es difícil tener una orientación definida. En Preu me pregunté: “¿qué hago yo aquí, si a mí lo que me gusta es la literatura?”, y me pasé a Letras. En segundo de carrera la vocación se afirmó con la conciencia clara de que solo podía dedicarme a la investigación y a la docencia en Literatura. Pero mi preferencia estaba, no por la Contemporánea, sino por la literatura de los Siglos de Oro. Ya estaba iniciando la tesina sobre los cancioneros de Amberes de Jorge de Montemayor, cuando asistí al curso de José-Carlos Mainer sobre la “Edad de Plata”. Aquello removió mi fondo de lecturas juveniles, y pude verlas a una nueva luz. Cambié a Montemayor por Pérez de Ayala, y fui adentrándome en esa época fascinante: el “fin de siglo” y los treinta primeros años del XX.
No abandoné la literatura de los Siglos de Oro; en la docencia siempre me he dedicado a esta época con verdadera pasión. En los más de cuarenta años que llevo en las aulas, siempre he asumido la docencia de los siglos XVI y XVII, con preferencia, este último. No hay nada, en mi profesión, comparable a tratar con detenimiento sobre el Quijote. Para mis colegas soy un investigador en Contemporánea; para mis alumnos, un profesor de Renacimiento y, sobre todo, de Barroco.
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